Música: Ones by Iceberg
25 julio 2009
16 julio 2009
Sagaz cosmos feliz - relato de verano
Este relato está basado en hechos reales.
Vivimos en un planeta del que sólo unos pocos privilegiados pueden escapar y además por corto espacio de tiempo: los astronautas y algunos turistas adinerados y sin escrúpulos. A pesar de ello, casi todo el mundo se quiere escapar, se quiere ir; unos se quieren ir de vacaciones, otros se van de fin de semana, muchos se quieren ir de juerga, está de moda irse de cena, de rebajas, a la playa al monte, al fútbol, otros van de pijos, a la ultima o fashion cool, muchísimos se van a tomar por culo, pero la mayoría quieren irse de rositas de este mundo, allá ellos.
En toda mi vida sólo en dos ocasiones me he sentido en paz conmigo mismo y con el cosmos. Sólamente dos veces he sentido felicidad plena, sentir que todo es perfecto, que mi cabeza y mi cuerpo viajan por el espacio y por el tiempo a gran velocidad, que todo es uno, y que uno no es nada sin el resto, que las estrellas alineadas perfectamente con el horizonte y la luna llena, forman una unidad de fuerza descomunal, incomprensible e imprevisible, pero de la que nosotros también formamos parte.
La primera vez me sucedió en Gaztelu, un pueblecito de 120 habitantes muy cerca de Tolosa, en el País Vasco. Ese año sólo pudimos disfrutar de cinco días de vacaciones, y aunque en un principio nos planteamos viajar a Menorca, por los niños evitamos el trasiego de aviones y hoteles, y la pura casualidad, sólo el azar nos llevó a Iriarte, un pequeño y familiar agroturismo en un pueblo al que llegamos creyendo que no había nada que hacer, aunque eso fue precisamente lo que nos llevó allí.
Llegamos estresados desde Barcelona la víspera de San Juan. Nos escapabamos de la coca y los diablos de fuego, las verbenas y los fuegos artificiales de la gran ciudad, también del móvil y del ordenador, del trabajo y las presiones, del sudor y la desidia que provocan una rutina sin final.
Al entrar en el pueblo vimos que en la plaza ya estaba preparada la hoguera de San Juan. Nosotros catalanes de mundo creíamos ingenuamente que éramos los únicos que sabíamos responder con dignidad al solsticio de verano.
Nos instalamos en Iriarte con comodidad, cariño y amabilidad. Mientras los niños descubrían un nuevo paraíso, y mi mujer deshacía un enorme equipaje, yo me dediqué a hacer limpieza del maletero de coche. Metí en una gran bolsa de papel, una raqueta de tenis rota y casi sin cuerdas, una caja de madera de las de fruta deshecha, unos cuantos periódicos viejos, algunas revistas, dos archivadores llenos de informes económicos que ya no necesitaría, una trona de madera que había hecho ya su último viaje, y alguna cosa más que no recuerdo.
Después de cenar, decidimos ir a ver el fuego de San Juan. Mi mujer me animó a que quemáramos algo nuestro, algo viejo, y me acordé de la bolsa que había hecho con la basura del coche. Fuimos andando hasta la plaza, en un atardecer sereno aunque algo nublado, cantando, bailando y riendo las novedades que encontrabamos en cada esquina.
Los jóvenes del pueblo encendieron una gran hoguera y empezaron a saltarla; se mojaban la cara y el pelo para no quemarse. Yo cogí la bolsa de basura, la eché al fuego y comenzó a arder violentamente. Me acerqué a mi mujer y mis dos hijos y juntos y agarrados nos sentimos felices y contentos, como nuevos. En ese instante me acordé que camino a la plaza había metido en la bolsa de basura, la cartera con el DNI, tarjetas bancarias y médicas, dinero, etc, también la videocámara, las llaves del coche y el móvil, que no me cabían en los bolsillos. Y todo ardía, y todo ardió.
No me alteré. Lo sucedido lo sentí como inevitable, sin vuelta atrás, sin remedio, comprendiendo enseguida que un cabreo no me solucionaría nada. Ante la calamidad y el desastre reaccioné como el hombre practico que soy, heredero de nostalgias y penas, ferviente lector de Dostoievski, enfin, un gran cataclismo urbano en un entorno lujuriosamente rural.
Y me sucedió a la noche, los niños dormidos, mi mujer descargando adrenalina con la DS y yo sentado en el porche y contemplando un cielo que de repente se llenó de estrellas. Un luminoso espectáculo que hacía más de veinte años que no había disfrutado. Y me sentí uno con el cosmos, sin carnet de identificación, sin llaves ni dinero que utilizar, sin ataduras.
La vuelta a casa fue de traca. Mil gestiones para recuperar documentos. No obstante me he prometido a mí mismo que al menos una vez más en la vida volveré a Gaztelu, para agradecer lo que una fogata inesperadamente provocó.
La segunda vez que tuve esas sensaciones, fue en una situación más mundana. Bajo el agua, en una piscina que tenía más cloro que agua, llena de alemanes borrachos, y bajo el agua mientras buceaba ví una borrosa fideuá de pescado, que me esperaba; me sentí un astronauta sin peso, sin gravedad, al que le esperaba un festín de comida y una fresca botella de rosado de aguja del Penedes. La felicidad plena, aparece siempre inesperadamente, no saben lo que se pierden todos los que se van de rositas.
Vivimos en un planeta del que sólo unos pocos privilegiados pueden escapar y además por corto espacio de tiempo: los astronautas y algunos turistas adinerados y sin escrúpulos. A pesar de ello, casi todo el mundo se quiere escapar, se quiere ir; unos se quieren ir de vacaciones, otros se van de fin de semana, muchos se quieren ir de juerga, está de moda irse de cena, de rebajas, a la playa al monte, al fútbol, otros van de pijos, a la ultima o fashion cool, muchísimos se van a tomar por culo, pero la mayoría quieren irse de rositas de este mundo, allá ellos.
En toda mi vida sólo en dos ocasiones me he sentido en paz conmigo mismo y con el cosmos. Sólamente dos veces he sentido felicidad plena, sentir que todo es perfecto, que mi cabeza y mi cuerpo viajan por el espacio y por el tiempo a gran velocidad, que todo es uno, y que uno no es nada sin el resto, que las estrellas alineadas perfectamente con el horizonte y la luna llena, forman una unidad de fuerza descomunal, incomprensible e imprevisible, pero de la que nosotros también formamos parte.
La primera vez me sucedió en Gaztelu, un pueblecito de 120 habitantes muy cerca de Tolosa, en el País Vasco. Ese año sólo pudimos disfrutar de cinco días de vacaciones, y aunque en un principio nos planteamos viajar a Menorca, por los niños evitamos el trasiego de aviones y hoteles, y la pura casualidad, sólo el azar nos llevó a Iriarte, un pequeño y familiar agroturismo en un pueblo al que llegamos creyendo que no había nada que hacer, aunque eso fue precisamente lo que nos llevó allí.
Llegamos estresados desde Barcelona la víspera de San Juan. Nos escapabamos de la coca y los diablos de fuego, las verbenas y los fuegos artificiales de la gran ciudad, también del móvil y del ordenador, del trabajo y las presiones, del sudor y la desidia que provocan una rutina sin final.
Al entrar en el pueblo vimos que en la plaza ya estaba preparada la hoguera de San Juan. Nosotros catalanes de mundo creíamos ingenuamente que éramos los únicos que sabíamos responder con dignidad al solsticio de verano.
Nos instalamos en Iriarte con comodidad, cariño y amabilidad. Mientras los niños descubrían un nuevo paraíso, y mi mujer deshacía un enorme equipaje, yo me dediqué a hacer limpieza del maletero de coche. Metí en una gran bolsa de papel, una raqueta de tenis rota y casi sin cuerdas, una caja de madera de las de fruta deshecha, unos cuantos periódicos viejos, algunas revistas, dos archivadores llenos de informes económicos que ya no necesitaría, una trona de madera que había hecho ya su último viaje, y alguna cosa más que no recuerdo.
Después de cenar, decidimos ir a ver el fuego de San Juan. Mi mujer me animó a que quemáramos algo nuestro, algo viejo, y me acordé de la bolsa que había hecho con la basura del coche. Fuimos andando hasta la plaza, en un atardecer sereno aunque algo nublado, cantando, bailando y riendo las novedades que encontrabamos en cada esquina.
Los jóvenes del pueblo encendieron una gran hoguera y empezaron a saltarla; se mojaban la cara y el pelo para no quemarse. Yo cogí la bolsa de basura, la eché al fuego y comenzó a arder violentamente. Me acerqué a mi mujer y mis dos hijos y juntos y agarrados nos sentimos felices y contentos, como nuevos. En ese instante me acordé que camino a la plaza había metido en la bolsa de basura, la cartera con el DNI, tarjetas bancarias y médicas, dinero, etc, también la videocámara, las llaves del coche y el móvil, que no me cabían en los bolsillos. Y todo ardía, y todo ardió.
No me alteré. Lo sucedido lo sentí como inevitable, sin vuelta atrás, sin remedio, comprendiendo enseguida que un cabreo no me solucionaría nada. Ante la calamidad y el desastre reaccioné como el hombre practico que soy, heredero de nostalgias y penas, ferviente lector de Dostoievski, enfin, un gran cataclismo urbano en un entorno lujuriosamente rural.
Y me sucedió a la noche, los niños dormidos, mi mujer descargando adrenalina con la DS y yo sentado en el porche y contemplando un cielo que de repente se llenó de estrellas. Un luminoso espectáculo que hacía más de veinte años que no había disfrutado. Y me sentí uno con el cosmos, sin carnet de identificación, sin llaves ni dinero que utilizar, sin ataduras.
La vuelta a casa fue de traca. Mil gestiones para recuperar documentos. No obstante me he prometido a mí mismo que al menos una vez más en la vida volveré a Gaztelu, para agradecer lo que una fogata inesperadamente provocó.
La segunda vez que tuve esas sensaciones, fue en una situación más mundana. Bajo el agua, en una piscina que tenía más cloro que agua, llena de alemanes borrachos, y bajo el agua mientras buceaba ví una borrosa fideuá de pescado, que me esperaba; me sentí un astronauta sin peso, sin gravedad, al que le esperaba un festín de comida y una fresca botella de rosado de aguja del Penedes. La felicidad plena, aparece siempre inesperadamente, no saben lo que se pierden todos los que se van de rositas.
11 julio 2009
El día de - San Juan - Eguna
Tradición proviene del latín "traditio", que a su vez proviene de "tradere", entregar, ofrecer, dar. Es tradición todo aquello que una generación hereda de las anteriores y, por estimarlo muy valioso lo lega a las siguientes.
Vivimos tiempos en los que hemos convertido en tradición, cenar los jueves en "la sociedad", veranear una semana al año en Salou, la semana blanca de invierno, la piscina de verano, sembrar de enanitos el adosado, vestir de domingo los lunes, y los domingos de sport, exigir la herencia antes de merecerla, ir al fútbol, a la pelota o al remo buscando la esencia del esfuerzo, barbacoa en casa del cuñado, y etc, etc y etc.
24 de junio de 2009, días antes ya había previsto subir en esa fecha concreta a Gaztelu. Día de San Juan Bautista inicio del solsticio de verano, una fecha clave y mágica en cualquier comunidad, en cualquier pueblo, en cualquier persona educada en esta vieja, desacreditada y corrompida Europa de los dineros y el poder.
Me corroia literalmente la curiosidad. Está documentado que en ese día las puertas de los caseríos de Gaztelu y cumpliendo una tradición inmemorial que se adentra en la noche de los tiempos, las puertas son decoradas con cruces construidas con ramas de espino blanco, con ramas de "Elorri". Así mismo en la entrada de las puertas se hacía una especie de arco con ramas de fresno (lizarra) para ahuyentar al temido rayo.
Antes de llegar al pueblo y como siempre Miguel Garro estaba en su sitio, en su recta. Paré y le conté mis intenciones. Me miró con asombro, como si yo fuera un turista recién llegado de Salou. Hizo un gesto pesimista y negativo, y me dijo que ya nadie conserva esas viejas costumbres, ni él mismo, y que hasta la propia iglesia había perdido la fe.
Sin perder la esperanza, me despedí de Miguel y comence con verguenza, resignación y tristeza a visitar las puertas de los caseríos. Nada, no había nada, ni cruces, ni fresnos; ninguna señal de que ese día comenzaba el verano.
En la puerta de Goienetxea me encontré con Juan Aranzabe que afilaba expertamente su guadaña, para limpiar los bordes de los caminos. Juan fue alcalde de Gaztelu en una de las épocas más duras y difíciles del pueblo, en los años noventa, historias éstas delicadas y complicadas que intentaré en otra ocasión abordar con calma y objetividad.
Le conté a Juan mis intenciones y me confirmó lo que me había adelantado Miguel; ya nadie conserva las viejas tradiciones. Le pedí un ¿porqué? y me contestó que hubo una época en que los jóvenes comenzaron a salir del pueblo a estudiar y trabajar, y que cuando volvían se reían de las viejas costumbres que se mantenían en el pueblo, y que la gente mayor por verguenza fue asumiendo los nuevos y peculiares hábitos traídos de la ciudad.
El completo informe socioeconómico realizado por la empresa Siadeco sobre Gaztelu en el año 1993 coincidiendo con la desanexión de Leaburu-Txarama apunta hacia la problemática de la que Juan me informa.
Lo siento en el alma, pero alguien debería asumir responsabilidades, aunque fueran ajenas, e intentar al menos recuperar el tiempo perdido. El ayuntamiento y la iglesia tienen la palabra. Si los responsables municipales se posaran sobre la iglesia como una delicada mariposa en una flor y dialogaran, quizás hubiera resultados, quizás el día de San Juan de 2010 podremos ver en la puerta de algún caserío, una cruz de elorri. A mí la única palabra que me queda después de esta historia es "mecaguen ...."
Vivimos tiempos en los que hemos convertido en tradición, cenar los jueves en "la sociedad", veranear una semana al año en Salou, la semana blanca de invierno, la piscina de verano, sembrar de enanitos el adosado, vestir de domingo los lunes, y los domingos de sport, exigir la herencia antes de merecerla, ir al fútbol, a la pelota o al remo buscando la esencia del esfuerzo, barbacoa en casa del cuñado, y etc, etc y etc.
24 de junio de 2009, días antes ya había previsto subir en esa fecha concreta a Gaztelu. Día de San Juan Bautista inicio del solsticio de verano, una fecha clave y mágica en cualquier comunidad, en cualquier pueblo, en cualquier persona educada en esta vieja, desacreditada y corrompida Europa de los dineros y el poder.
Me corroia literalmente la curiosidad. Está documentado que en ese día las puertas de los caseríos de Gaztelu y cumpliendo una tradición inmemorial que se adentra en la noche de los tiempos, las puertas son decoradas con cruces construidas con ramas de espino blanco, con ramas de "Elorri". Así mismo en la entrada de las puertas se hacía una especie de arco con ramas de fresno (lizarra) para ahuyentar al temido rayo.
Antes de llegar al pueblo y como siempre Miguel Garro estaba en su sitio, en su recta. Paré y le conté mis intenciones. Me miró con asombro, como si yo fuera un turista recién llegado de Salou. Hizo un gesto pesimista y negativo, y me dijo que ya nadie conserva esas viejas costumbres, ni él mismo, y que hasta la propia iglesia había perdido la fe.
Sin perder la esperanza, me despedí de Miguel y comence con verguenza, resignación y tristeza a visitar las puertas de los caseríos. Nada, no había nada, ni cruces, ni fresnos; ninguna señal de que ese día comenzaba el verano.
En la puerta de Goienetxea me encontré con Juan Aranzabe que afilaba expertamente su guadaña, para limpiar los bordes de los caminos. Juan fue alcalde de Gaztelu en una de las épocas más duras y difíciles del pueblo, en los años noventa, historias éstas delicadas y complicadas que intentaré en otra ocasión abordar con calma y objetividad.
Le conté a Juan mis intenciones y me confirmó lo que me había adelantado Miguel; ya nadie conserva las viejas tradiciones. Le pedí un ¿porqué? y me contestó que hubo una época en que los jóvenes comenzaron a salir del pueblo a estudiar y trabajar, y que cuando volvían se reían de las viejas costumbres que se mantenían en el pueblo, y que la gente mayor por verguenza fue asumiendo los nuevos y peculiares hábitos traídos de la ciudad.
El completo informe socioeconómico realizado por la empresa Siadeco sobre Gaztelu en el año 1993 coincidiendo con la desanexión de Leaburu-Txarama apunta hacia la problemática de la que Juan me informa.
Lo siento en el alma, pero alguien debería asumir responsabilidades, aunque fueran ajenas, e intentar al menos recuperar el tiempo perdido. El ayuntamiento y la iglesia tienen la palabra. Si los responsables municipales se posaran sobre la iglesia como una delicada mariposa en una flor y dialogaran, quizás hubiera resultados, quizás el día de San Juan de 2010 podremos ver en la puerta de algún caserío, una cruz de elorri. A mí la única palabra que me queda después de esta historia es "mecaguen ...."
04 julio 2009
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